La
ciudadanía implica elementos tanto políticos como jurídicos y éticos; factores
por los cuales entraña un rasgo de dignidad moral: un ciudadano es alguien
digno de poseer derechos en una comunidad determinada. Este rasgo ético-moral
de la ciudadanía se constituye como parte inalienable de la identidad de la
persona, en tanto implica un sentido de pertenencia a un todo mayor en el cual
se es oído, se es visto, se es reconocido. Por otra parte, el ciudadano se
encuentra por su condición de tal, impelido a ver, oír y reconocer a los demás
como a sus iguales.
En la
democracia ateniense era ciudadano todo varón libre, mayor de dieciséis años y
descendiente de atenienses que participaba en los asuntos públicos.
La
ciudadanía definía, en Atenas, al hombre: al ser un“animal político”, ser
ciudadano era casi sinónimo de ser humano. Los ciudadanos eran participantes
libres e iguales en un orden político cuyas leyes obedecían y dictaban ellos
mismos.
Si bien
durante la época de dominio del Imperio Romano se mantuvo la relación entre
ciudadanía y derechos políticos, la inmediata relación entre ser un ciudadano y
dictar las leyes se desdibujó hasta dejar por completo de ser inmediata. Puede
decirse que en Roma la ciudadanía era clasificatoria: todos los ciudadanos
tenían derechos políticos, pero no los mismos. Un caballero tenía muchos más
derechos que un plebeyo, sin que esto significara que el primero fuera
ciudadano y el segundono.
Con la
Revolución Francesa y el ascenso de la democracia liberal, a fines del siglo
XVlll, la ciudadanía volvió, al menos en el imaginario social, a relacionarse
inmediatamente con la plenitud de los derechos políticos. En esta nueva época,
escuela y ciudadanía aparecieron entrelazadas, ya que uno de los objetivos
primarios de la escuela era educar al hombre para ser un buen ciudadano. No
obstante, la participación en la esfera pública no significó igualdad social: los
ciudadanos deliberaban como si fueran iguales, pero debían para ello “poner
entre paréntesis” sus diferencias económicas, que eran tratadas como
diferencias secundarias. Había ciudadanos ricos y ciudadanos pobres, pero se
suponía que todos compartían “los mismos derechos políticos”. Esto, desde ya,
era sólo teóricamente cierto, ya que las diferencias económicas redundaban en
diferencias de poder, que rápidamente se acumulaba en manos de quienes poseían
los recursos económicos suficientes como para torcer a su favor la voluntad de
los demás. Pero, por lo menos desde un punto de vista conceptual, la ciudadanía
se identificaba con la capacidad de exigir respeto por los propios derechos
políticos.
El hecho de
que la pertenencia a una comunidad implique tanto el ser visto como el ver, el
ser oído como el oír y el ser reconocido como el reconocer, nos revela un doble
carácter de la ciudadanía. Este concepto puede ser entendido desde un punto de
vista extensivo, en tanto es por medio de la inclusión en un todo mayor como
las capacidades humanas se potencian configurando un espacio público; pero, por
otra parte, puede ser entendido de un modo restrictivo, en tanto marca que cada
poder está limitado por poderes que se le pueden contraponer con igual derecho.
Desde un punto de vista extensivo, el concepto de ciudadanía permite la
inclusión cada vez más abarcativa de ámbitos y modos de participación; desde el
punto de vista restrictivo, la defensa contra todo poder destructor del espacio
público.
En síntesis:
el ejercicio de la ciudadanía es una práctica ético–política, y en tanto
ético-política es jurídica. La ciudadanía no consiste en una práctica orientada
en función de objetivos específicos cuyo logro ponga fin al compromiso del
hombre con la comunidad, por el contrario es la fuerza que mantiene viva a la
sociedad misma como tal.
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